Pero los Dioses temieron. La humanidad era entonces poderosa y osó amenazarlos. El conflicto era de difícil resolución. ¿Qué hacer? Eliminar a los hombres no era posible, ya que los dioses necesitan a sus fieles. Pero, por otra parte, no podía permitírseles el soberbio atropello del desafío a lo divino.
La solución fue efectiva y de doble resultado. Cada uno de estos seres cuadrúpedos sería cortado al medio, de forma tal que ya sólo se sostuvieran en dos piernas haciéndolos a la vez débiles para el rebeldía y numerosos para la adoración.
Uno a uno, lágrima a lágrima, fueron divididos y separados con dolor. Apolo curó las heridas y giró sus rostros hacia el lado donde había acontecido la separación así no olvidarían el castigo. Reunió los cortes de la piel y los cosió en el punto que nosotros hoy llamamos “ombligo”. Pero cada mitad hacía esfuerzos inútiles por volver a juntarse con su otra parte. Se abrazaban y permanecían así, uno en el otro hasta morir. Aquello que antes era unidad, ahora se encontraba fragmentado en la dualidad. Zeus tuvo al fin compasión y les puso sus órganos genitales donde los tienen ahora para que pudieran amarse a través del sexo.
Nunca ya se borraría de nosotros el recuerdo de ese lejana y última mañana en que amanecimos todavía sin haber sido separados, cuando lo doble era aún uno. Y en efecto, al amar a otro, nos amamos a nosotros mismos o, dicho de otra forma, amamos a esa parte nuestra que nos ha sido arrancada y que sostiene este anhelo de volver a ser completos.
El acto de hacer el amor es la manifestación en el mundo material de ese deseo de volver a ser uno. Lo que llamamos amor no es más que el recuerdo y el canal por el cual volvemos a sentirnos completos.
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